Correspondiente al martes 17 de agosto de 2010
Hoy me he puesto a buscar alojamiento a las 20:30. Lo he encontrado a las 20:50. Casi.
Estoy en Black Isle, cerca de Inverness, por cuyos alrededores he pasado el día (campo de batalla de Culloden, Castillo de Cawdor, Nairn -menuda playa-, Fort George y Rosemarkie, lugar de avistamiento de delfines y focas).
Me hubiera quedado una noche más en el B&B de anoche, pero no había sitio para mí (quiero pensar que para otro tampoco). Así que he echado los bártulos al coche y he pasado el día haciendo mis cosas, confiando en que, buscando fuera del mismo Inverness, no sería complicado encontrar algún sitio. No me ha preocupado nada durante el día. Supongo que me voy acostumbrando a ir más en el filo cada día. Pero yo diría que no tiene mérito, porque hasta ahora está chupado. Reconozco que en Skye sí que eran todo carteles de “No vacancy”; pero, en el resto, siempre hay un roto para un descosido como yo.
Mañana tiro derechito al norte, por la costa este. Seguiré tentando a la suerte con eso del catre.
Por cierto, que hoy he tenido visita: me ha enviado Moctezuma su famosa venganza, en versión light comparado con cómo se las suele gastar el amigo. La otra noche me dio un ataque de sed y no tenía botella en la habitación, así que eché mano del grifo y punto, consciente de los riesgos, lo esperado.
Cómo organizan los británicos el turismo, es la leche. Sacan petróleo de cualquier cosa. En Culloden, ¡la que han montado para contar que menos de 4.000 tíos se comieron los higadillos por un quítame de aquí este rey que ya tengo yo uno. Lo peor es que a los escoceses les dieron hasta en el carnet de identidad, y todavía lo celebran. Y según cuentan la historia ellos mismos, es que se veía venir, estaba más anunciado que una entrevista exclusiva a Cachuli en Telecinco. Pero el montaje, muy, muy bueno. Y unos precios, que parece que estás pagando los destrozos de la batalla. “Hala, tú rompes, tú pagas.”
El Castillito tiene un punto importante que cabrea, la verdad. Estos ricos, ricos, de toda la vida, de las Highlands tienen su castillo familiar, ¿no? Y, ¿qué hacer para pagar la luz, el agua, y los 300 jardineros que se precisan para todo aquello?
Los días que no voy, lo enseño (bueno, mis lacayos lo enseñan en mi nombre), y meto a los visitantes un buen estacazo. Dicho y hecho. Es cierto que es interesante verlo, pero se pueden sacar más conclusiones de las que reconocen abiertamente. La primera, han hecho lo mínimo para poder enseñarlo: en el país en el que no hay visita turística sin locución digitalizada en reproductor portátil individual cuyas grabaciones se activan por GPS en el momento exacto en que pasas por delante de aquello a que se refiere la susodicha grabación), estos del castillo no ponen ni GPS, ni cicerone de carne y hueso, si un sígame aquí la flecha que le casco. Bueno, esto sí, flechas y cordones pendientes de postes bajitos (de esos como los bolardos del Madrid de los Austrias, súper indigestos si te los comes al aparcar), sí. Pero si un triste guía. Un letrero por cada sala, y la traducción al mismo (esto me ha hecho mucha gracia) a cuatro idiomas en sendas hojas DIN A-4 plastificadas, pendientes de un mismo cordón. Mínimo, minimorum. Claro, que si hablamos del contenido, la cosa empeora.
Pero lo que cabrea no es eso; lo que te hace pensar en la revolución rusa es a costa de cuántos deben vivir estos sin dar un palo al agua. Van allí de vez en cuando para fardar, y para que tengas claro que van y fardan (y pintan), tienen la choza sembrada de fotos actuales de algunos miembros de la familia, en situación súper-cool. De eso, y de las revistas de moda, bodas, subastas de arte, etc, del mes pasado. Para dar ese toque pues he cogido lo primero que tenía en el armario. Ahora, cuando llegas a la cocina te das cuenta de que rico, rico, Don Emilio. Que estos la tienen puesta de un linóleo setentero ho-rro-ro-so, maja. Como te lo digo. Así que me han recordado inevitablemente a La Escopeta Nacional, y he intentado venderles un portero automático, pero me han dicho que ya tienen. Cuando llaman a la puerta, James va echando leches, vamos, automáticamente. Les he dejado mi dirección de mail y la URL del blog en el libro de visitas, por si quieren variar de lectura.
A Fort George he llegado por los pelos, diez minutos antes de la última visita, pero en lugar de en dos horas, que es lo que suele llevar, la he tenido que liquidar en moto, en 40 minutos. Me sobran 5, chaval. El sitio merece la pena, por emplazamiento y ambientación. Pero lo que es la pera es el aviso de que cierra. La fortaleza la plantaron los ingleses en la entrada a una bahía, para controlar, en su día, a quién se le ocurría pasar (y para mantener a raya a los escoceses, por si volvían a chistar después de lo de Culloden). ¿Cómo se les ocurre sonar la campanilla de “vamos a cerrar”? Pues con un vuelo rasante de lo que creo que era un Eurofighter (avión caza a reacción de fabricación europea, en el que estamos metidos un consorcio de países, con la rentabilidad más o menos que tendría un AVE a Chinchón) por todo el estrecho. 17:30 horas exactas, por eso lo he relacionado. En el Prado, el segurata lleva linterna, no un sistema de misiles aire-tierra guiado por láser. Y me he ido, claro.
Esta mañana iba oyendo en la radio un programa en el que hablaban del intensísimo debate interno que hay en el país sobre el avioncito en particular. Al parecer, cada uno cuesta 60 millones de libras, y cada hora de vuelo 100.000 libras más. Que dicen que a ver si montan una guerra, porque tenerlo parado es tontería.
Y me he ido al otro lado del estrecho, a ver la fortaleza desde enfrente y a avistar delfines y focas. Bueno, en realidad uno de cada. Allí estábamos unos cuantos, algunos con unos teleobjetivos que ni Sergei Bubka. Unos profesionales. Culo veo… A mí me ha entretenido más hacerles fotos a ellos que a los dos bichos que han pasado.
Hoy, el tiempo, sosales total. Lluvia boba todo el día (había momentos en que se espabilaba, y era mucho peor). Pero lo bueno es que el jardín del castillo estaba espectacular con la lluvia, y yo calado, ya no tengo que poner lavadora…
Y el viaje sigue, y yo continúo durmiendo a cubierto. He encontrado de chiripa una casa en medio de la nada (en el núcleo mismo del centro de la nada más absoluta). He cogido la única habitación de que dispone el venerable matrimonio, que por cierto tienen un jardín alucinante, parece una maqueta de lo perfecto que es, y de nuevo tengo baño para mí solito, y esta vez hasta cuarto de la tele. De verdad, que me siento como en la host family de antaño. Le he preguntado por un sitio para cenar, y la señora ha llamado al único garito del pueblo, donde han hecho una excepción para prolongar el horario de cocina y atenderme. Hasta para eso, salvado por la campana.
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