Edimburgo
Por primera vez, hoy no he movido el coche en todo el día (bueno, lo he cambiado de plaza de aparcamiento), y esta nueva tendencia no es sino un reflejo del punto de inflexión que se ha producido en el viaje. Esto es, en parte, otra historia.
Para empezar, Edimburgo en agosto es una marea permanente de gente. La hay, principalmente, de 3 tipos: los locales, que están siempre, y jamás constituyen una marea de nada; los que vienen a los festivales (Fringe, Festival Internacional de Edimburgo, y otros que, creo, se han inventado para subirse al carro de estos dos); y, por último, los típicos turistas que son llevados de la mano a ver piedra tras piedra y a comer y beber en los sítios típicos.
Los primeros son la gracia de la fiesta, no sólo no molestan sino que son a los que vengo a ver, fundamentalmente; los segundos son multitud, todo lo que diga es poco, pero se lo pasan pipa, están a lo que están y forman también parte de la atracción turística ; y los terceros, ¡Díos mío!, ¿qué podemos hacer con ellos?
Entre todos forman una auténtica marabunta, pero me da la sensación de que en realidad se mezclan poco, no tienen apenas hábitat en común. Eso sí, cuando coinciden, ni la Gran Vía.
Hoy, lo primero, el Castillo de Edimburgo, que es cita obligada, por lo tanto me ahorraba pensar, ofrece buenas vistas de la ciudad, y me permitía ir adaptándome. Aunque el chaval de la recepción de la Universidad se ha esmerado en explicarme los autobuses, ha caído en saco roto, porque ¿qué mejor manera de ir famiriarizándose que a patita?
La fortaleza, como tal, muy mona, pero hemos empezado con mal pie con la colas para adquirir la entrada. He cogido un audiotour en román paladino, y a correr, a mi aire. El montaje en sí es, creo yo, decepcionante. Con la fama que tiene, la visita carece por completo del encanto de otros castillos escoceses, desde luego queda ridículo comparado con mi experiencia en Creigievar Castle, pero es lo que tiene llegar tarde y que aún así te reciban, ya os lo dije.
Dentro de sus murallas, una tropa de bagpipers nos ha amenizado la jornada. Lo cierto es que, por muy folclórico que resultara, los tíos (y tías) tocaban bien, y el sonido de 20 gaitas al tiempo (junto a unos cuantos percusionistas), en un patio de armas, es atronador, como dinamita en un bidón de chapa (sí, de esos en los que los obreros hacen fuego en invierno, bueno, lo hacían cuando se construía). Realmente impresionan, y algunas piezas emocionaban también. Hombre, luego te entra un poco la sensación de japo en el Café de Chinitas cuando te dicen que son Australianos con ascendientes escoceses, y que tienen entradas para el Tattoo (especie de desfile militar que celebran todos los días de agosto en la Esplanade, frente al castillo). Pero ha merecido la pena.
Tras el castillo, pasear, pasear y pasear. Dado que la tranquilidad de las Highlands ya no la voy a recuperar en este viaje (cuesta aceptarlo, como habréis notado), y no se puede remar contra corriente todo el tiempo, únete el enemigo (o que al menos él lo crea). Y eso he hecho: me he puesto en modo urbano y he buscado, o mis pasos me han llevado por casualidad, no lo sé, a los sitios donde se concentraban los festivaleros. Y cuando te vás metiendo, es un ambiente que merece la pena ver, por lo menos, y si te metes en él mil veces mejor.
Al final, los festivales de Edimburgo en agosto consisten, principalmente, en llenar cada día de eventos como para que tuviera 72 horas cada jornada, porque si no, literalmente, es imposible ver ni la tercera parte de la cartelera, ni tan siquiera enterarse de la oferta al detalle. El Festival Internacional tiene aspecto de más formal, con artistas venidos de otros países, u otras ciudades de las Islas, o artistas locales, principalmente en la música, la danza y el teatro, pero no exclusivamente. El Fringe llena su agenda (más abultada aún que la del otro) con millones de espectáculos de artistas, consagrados o no, y lo más curioso son las ubicaciones de los espectáculos. Existe todo un catálogo de ellas, porque tienen tomada la ciudad, pero no sólo los teatros, salas de concierto, halls, etc, sino también iglesias, edificios públicos y, especialmente, que es lo más impresionante, la calle. Y existe un catálogo donde se refieren, numeradas, todas las ubicaciones: es en el venue 33, o en el 49...
Efectivemente, el Fringe es el amo y señor de las calles de Edimburgo durante el mes de agosto y parte de septiembre. A la vuelta de cada esquina te encuentras con espectáculos aparentemente callejeros. Y son callejeros porque la naturaleza del mismo es la de los que encontrarías en la calle, normalmente, así como su duración, el planteamiento de la escena, todo. Pero digo aparentemente, porque ¡una leche!. Si te fijas bien, verás, como en un rincón, un tío (o tía) con la sudadera de Personal de calle del Fringe con, entre otras cosas, un cronómetro en la mano y carteles que muestra discretamente al artista indicándole cuánto tiempo le queda, no para pasar a mejor vida, sino para dejar sitio al siguiente.
Porque esto es un escaparate brutal, en el que tiempo y espacio son oro: por eso las diferentes ubicaciones tienen un calculado programa, para que detrás de un número venga el siguiente, porque el público no es del artista, sino que se lo presta el Fringe Festival durante unos minutos, tal cual.
Y, entretando, a este lado de las bambalinas el ambiente es total: la gente embelesada con las actuaciones, implicada como no sabemos implicarnos en nuestra tierra, por un sentido del ridículo del que aquí carecen, y mareas humanas yendo de un sitio a otro, como si estuvieran en el Disneyworld del performance, pero con cierta calma, relajados, disfrutando.
Hay un sitio en toda la ciudad donde, además, ofrecen entradas para muchos shows al 50%, para representaciones de las siguientes 24 horas, una especie de lateseats como el laterooms.com que de tanta ayuda me fue en Glencoe. Y es que hay tanta, tanta oferta (más de 2.000 espectáculos en mes y pico, algunos empiezan a las 9:30 de la mañana), que cuando te pones a elegir, te desbordan. Un cartel (¿cómo no?) advierte de que los empleados de las taquillas no pueden manifestar preferencias por ningún show en particular, y es que te dan ganas de acercarte y decirle: dame cuarto y mitad de comedia, entre las 20:00 y las 23:00, cerca de mi hotel, sobre el tema que te dé la gana. Pero yo, lo que diga el cartel.
En realidad, antes de meterme en el maremágnum de la selección de espectáculo al por mayor, yo ya habia tomado mis medidas. Y debo agradecérselo (bueno, mañana os diré si lo que debo hacer es culparle) a Fernando, mi español de ayer, que, como ahora os diré, me formuló unas sugerencias que están demostrando ser muy acertadas.
La primera, en cuanto he podido seguido su consejo y he comprado una entrada para una obra llamada The man from Stratford, sobre Shakespeare (que, pensándolo, temo no enterarme ni del no-do, pero bueno). El actor, queridísimo aquí, es Simon Callow, el finado en el funeral de Cuatro bodas y un idem. Veremos.
También quería hacerle caso asistiendo a Fair Trade, obra de Emma Thompson, por cuya representación se pasa a veces la autora, pero coincide el horario con la otra, y aún no tengo el don de la ubicuidad (como decía un profesor mío). La decisión entre ambas, la verdad, pura logística: estaba más cerca. Muy prosaico.
La otra recomendación que he seguido hasta ahora es la foto de la jornada, que dirían en un programa dominguero en plan carrusel deportivo televisado. Seguro que esto pasa en otras ciudades, pero yo no lo he visto. Hay muchos locales, al menos unos cuantos, en los que el parroquiano que guste de hacerlo puede lanzarse a mostrar sus habilidades musicales, contando previsiblemente con la mayor de las efusividades por parte del auditorio. No, si estáis pensando en un karaoke no lo habéis pillado. Son bares como cualquier otro (no dan exactamente la pinta de pubs ingleses), y los músicos son músicos, no revienta tímpanos en plan despedida de soltero.
Estos locales no están en los circuitos del turisteo, y haber dado con uno de ellos no es, como decía, mérito mío ni mucho menos, sino del nativo que en su momento llevó del brazo a Fernando, que a su vez me explicó a mí cómo llegar sin necesidad de brazo amigo alguno (gracias).
Entras a The Royal Oak, miras a derecha e izquierda para saber de dónde te pueden venir las banquetas volando, y te acercas a la barra, a pedir. Pinta al canto, y conversación si surge, que puede tardar un poco (pero llega, en Escocia, si no eres un perfecto borde, y yo lo soy pero aquí me estoy quitando, siempre llega). Sólo que antes de haber tenido tiempo de decir esta boca es mía, una chica levanta la tapa del piano que hasta entonces pasaba desapercibido en un rincón, y empieza a sacar notas de aquello: oye, suena bien...
Como la dinámica de estos lugares es que se anime el que quiera, cuando éste aparece no puede esperar que todo el mundo interrumpa sus respectivas conversaciones, sólo faltaba. Ella toca como si estuviera sola en la sala, y el resto conversa como si ella no estuviera. Es un trato justo. Pero estaba, y el auditorio y ella sintonizan exactamente la misma frecuencia cuando termina la canción, porque ahí sí, las conversaciones entran en pause y toda la atención es para reconocer a la artista con una amplia gama de gestos, desde suaves toques sobre la mesa hasta gritos, pasando por aplausos más o menos intensos, en función del grado de aceptación.
El bis lo pone ella misma al piano, con la voz de la amiga. Y al principio, la verdad, eligen unas melodías un poco pastelillas, pero de pronto le meten mano a Back to black (Amy Winehouse), que, aparte de encantarme, la bordan, con una interpretación un poquito más lenta que la original, pero la bordan, y pegaba mucho más al contexto que las dos americanadas que nos habían cascado antes. Y ahí me he dicho: Joder, qué suerte tienes, chaval.
Una pinta a las seis de la tarde con el estómago haciendo eco no era lo más recomendable, pero ya estaba hecho. Ahora, una segunda era pasarse sin antes cimentar, y a ello fui. Como sitios para comer en la calle no faltan y el tiempo hoy ha sido, simplemente, espectacular, la elección estaba hecha. Y en plena digestión me he dicho: ¿qué se cocerá ahora en The Royal Oak (así se llama el lugar)? Sólo hay una forma de saberlo...
Y para allá que he enfilado. One pint, lager please. Esto está chupado. La cojo y me voy a un asiento junto a unos que ya estaban antes, en mi primera visita. Entablar aquí conversación ocurre casi sin enterarte, y yo en un rato lo he hecho dos veces. Primero con un seño mayor, que había trabajado el tío por aeropuertos de lugares inverosímiles en el norte de África, haciendo no sé qué. Encantador. Caray, las felicitaciones que recibo porque la roja haya ganado el Mundial de Sudáfrica. Es un primor ¿Qué le dirán a alguien que realmente haya tenido algo que ver?
La segunda conversación, con Bruce. Que tío. Aparte de llevar encima tanta cebada fermentada como los campos escoceses aún la tienen sin fermentar, sus historias daban mucho juego. Todo ha empezado porque me lo he encontrado en la calle cuando he salido a fumar, y le he ofrecido. "Venga". Y de ahí para adelante. Se partía por verme todo el tiempo con la mochila (cámara de fotos, etc, no puedo ir sin ella, chicos). Pero cuando le he dicho que había llegado anoche a la ciudad... "Eso no puede ser. Déjame invitarte a una cerveza". Y así nos ha ido. Por cierto, que cuando hemos vuelto dentro me habían quitado el sitio frente al sujeto de los aeropuertos del Magreb, y luego me lo ha echado en cara el tío (en plan bien, luego nos hemos despedido efusimante al irme de verdad).
El caso es que Bruce ha estado en España, sí, sí. Le llamaron de la familia de un amigo vinculado a Galicia para que tocara la Bagpipe en su funeral en El Escorial. Surrealista. Y allí que fue. Esto debió de ser hace 15 años, y entonces él hacía meditación. Pues ocurrió que fueron a visitar la catedral de Toledo, y ni corto ni perezoso se plantó en plena nave central, se sentó en el suelo, en modo flor de loto y con banda sonora de Oooommmmmmmm. Me cuesta creer lo que viene ahora, pero así lo cuenta: de pronto se encontró con un Guardia Civil encañonándole en la cabeza, que, afortunadamente cedió a las presiones de sus anfitriones españoles. No sé si será verdad o no, pero contado en un bar de Edimburgo con unas cuantas pintas, eso es lo de menos.
Es majete este Bruce, pero tiene la herida del pasado abierta, como muchos de sus compatriotas. Si lees la historia con un poco de cuidado, te darás cuenta de que, efectivamente, Escocia ganó su independencia en el siglo XIV, tras la gran victoria de la batalla de Bannockburn (aunque no inmediatamente). ¿Por qué ahora forman parte del Reino Unido? Porque entre guerras civiles y una desastrosa inversión fallida en Panamá, que arruinó al país, las clases política y económica dominantes llegaron a la conclusión de que necesitaban tener acceso a las colonias inglesas para mantener un buen desarrollo económico y estabilidad, y en el siglo XVIII la Ley de Unión volvió a unir ambas naciones. Sin invasiones, ocupaciones, derramamiento de sangre, sometidos... Es decir, fue voluntario; al menos, la voluntad de los gobernantes escoceses. Si el pueblo no estaba de acuerdo, ¿no deberían haberles pedido cuentas a ellos?
Al final, efusiva despedida colmada de parabienes; el Asturias, patria querida me lo he ahorrado, porque no estaba el horno para bollos, y en el local había músicos de verdad.
Eso sí, en los baños (de otro pub) esta joya, que aúna el servicio al cliente más esmerado, con la tradición escocesa más pura. Lo mejor es que abajo del todo, sobre fondo blanco, dice: "WARNING. Do NOT drive whilst using this product". Cheers.
P.D.: ¡Feliz cumpleaños, viejo!
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